Ya sancionada por el congreso la flamante ley de obesidad, el Dr. Alberto Cormillot plantea los desafíos, alternativas y soluciones que se abren en esta nueva instancia.
El pasado 13 de agosto, la Argentina dio un paso inédito en la historia de la salud pública al sancionar una ley que contempla la cobertura médica obligatoria de la obesidad y los trastornos alimentarios, así como otras medidas de prevención que apuntan a reducir la incidencia de estas enfermedades. Recibí la noticia con emoción y alegría, ya que por un lado marca un formidable avance político y social, y por otro, fue el resultado de una lucha personal iniciada hace más de 40 años.
La obesidad deja de ser un problema estético y se la acepta como un complejo problema de salud que provoca decenas de miles de muertes al año, y está asociada a enfermedades cardio y cerebrovasculares, diabetes, distintos tipos de cáncer, entre las casi 300 complicaciones médicas, psicológicas y sociales que produce.
Poco antes de recibirme como médico comencé a estudiar el problema de la obesidad. Por entonces, no existía ninguna materia en la facultad, libros, revistas o congresos científicos que abordaran el problema. Esta falta de conocimientos me llevó a buscar analogías con otras enfermedades. Comencé a viajar al exterior, en especial a EE.UU., donde estudié las adicciones al alcohol, al cigarrillo, al juego y las drogas. La experiencia con Alcohólicos Anónimos me enseñó, ya en 1966, que la obesidad era una enfermedad crónica comparable a la hipertensión o la diabetes, en las que el paciente debe aprender a controlar su enfermedad mediante cambios duraderos en su estilo de vida. También comprendí que, al igual que en las adicciones, no se podía hablar de una cura definitiva, sino que había que apuntar a la recuperación.
Veamos las causas. Nuestro organismo, en lo que se refiere específicamente a la alimentación y la actividad física, cuenta con este diseño metabólico “atrasado” que refleja la adaptación al estilo de vida de nuestros antepasados, no al de nuestro presente. Es decir: genéticamente estamos preparados para defendernos de la escasez, pero no lo estamos para “sobrevivir” al sedentarismo ni al exceso de grasas, azúcares y calorías ni a la variedad y abundancia de comidas preparadas y ricas frente a las cuales solemos tener tan pocos límites. El cuerpo humano se preparó durante milenios para defenderse de la escasez, pero no de la abundancia.
Se pasó de una alimentación basada en vegetales y carnes magras a otra en la que predominan los alimentos industrializados, más económicos, con porciones exageradas, cargados de grasa y azúcares de absorción rápida que “intoxican” el sistema de regulación del peso. Esto se acompaña de importantes campañas de marketing, que se dirigen en especial a los niños.
En EE.UU., uno de los países con mayor nivel de obesidad, se calcula que ellos ven un promedio de 10 mil avisos publicitarios por año de alimentos que en exceso resultan perjudiciales para su salud.
Además, se comprendió que el organismo también se “acostumbra” a la obesidad, la defiende, por decirlo así, y sabotea los esfuerzos por mantener un peso saludable.
El cerebro permanentemente arma y desarma circuitos entre sus neuronas (lo que se conoce como neuroplasticidad). En el caso de la obesidad, forma nuevos circuitos que refuerzan conductas que la perpetúan.
El resultado de estos disbalances es una epidemia que ataca a alrededor de 1.500 millones de habitantes de este planeta, con un crecimiento de 0,8 al 1,2% anual en la mayoría de los países del mundo.
El problema es especialmente agudo en los pobres, cuya alimentación se caracteriza por un exceso de calorías y un bajo aporte nutricional, y en los niños. En la década del 70, se estimaba que el crecimiento de la obesidad infantil era de 0,1% por año, mientras que en la actualidad llega al 2%. No es sorprendente, dado que los chicos se alimentan mal en la escuela, tienen bajísimos consumos de vegetales y, en cambio, consumen diariamente gaseosas y dulces, y hacen muy poca actividad física.
Muchos de ellos padecen diabetes tipo 2, hipertensión o tienen colesterol alto, factores de riesgo que en el pasado se presentaban casi exclusivamente en adultos. En nuestro país, padecen obesidad y sobrepeso unas 20 millones de personas, y el 15 al 20% de los niños son gordos, cifras que llevaron al ex ministro de Salud Ginés González García a declarar que la obesidad es “una verdadera bomba sanitaria”.
Para enfrentar el problema destaco tres conceptos:
Las personas no se curan de la obesidad, se recuperan. La obesidad supone una alteración en el mecanismo biológico que regula el peso, y hace que se desarrollen mecanismos psiconeurológicos que sostienen la enfermedad. Por eso, aún cuando haya reducciones temporales en el peso, a la larga, se termina imponiendo este “mecanismo descompuesto”.
El tratamiento de la obesidad debe cambiar de modelo. La neuroplasticidad que hace que el cerebro se adapte al sobrepeso también permite que se produzca un cambio en la dirección opuesta. Para ello, no basta con indicar una dieta sino que hay que trabajar en la formación de hábitos y en la modificación permanente del estilo de vida. En otras palabras: si el cuerpo “defiende” la obesidad hay que enseñarle, con paciencia y esfuerzo, a mantener un peso más saludable. De esta manera, la obesidad debe ser encarada como una enfermedad crónica, con un modelo que no sólo incluya a los profesionales médicos sino que abarque también un enfoque transdiciplinario en áreas como la psicología, la pedagogía, la negociación, el empoderamiento (dar poder al paciente para conducir su tratamiento) y también a otras profesiones relacionadas con la salud , incluyendo algunas recientes como los instructores en salud, educación física y alimentación, y otros educadores. También se impone una formación diferente que la contemplada en el modelo actual, que está basado en la enfermedad aguda en la que alguien (el médico) manda y otro (el paciente) supuestamente obedece.
El problema de la obesidad no se resuelve sólo con el tratamiento. Se requieren de medidas de gran escala, con la participación del Estado y del sector privado, aunque éste lo haga a regañadientes, que permitan ir modificando gradualmente los aspectos que hacen de nuestra sociedad un entorno “tóxico” que favorece que cada vez más personas y más niños sean obesos.
El camino hacia la ley de obesidad
Durante mi primer día como diputado nacional presenté en 1989 un proyecto de ley para que las adicciones, entre las cuales incluía a la obesidad, fueran declaradas enfermedades e incluidas dentro de la cobertura obligatoria del sistema de salud. Desinterés y desinformación se combinaron para que el proyecto naufragara. Comprendí que la lucha sería larga y que no había que bajar los brazos.
Desde la Secretaría de Calidad de Vida de la entonces Municipalidad de Buenos Aires, creé el Instituto Municipal de Nutrición, cuya vida fue apenas más larga que la del proyecto de ley. Posteriormente trabajé en varios proyectos, algunos de ellos con los legisladores Carlos Álvarez, Eduardo Menem, Miguel Pichetto y Mabel Muller.
En 2004 fui invitado a exponer ante el Senado de la Nación y comencé a desarrollar junto con el Instituto Argentino de Nutrición (IAN) una serie de documentos destinados a informar y crear conciencia sobre el problema y sus posibles soluciones.
En 2006, me uní a Cuestión de peso, el primer programa de televisión en Argentina dedicado a la obesidad, y las cosas se aceleraron. El programa impulsó una campaña sin precedentes en todo país para la aprobación del proyecto. Se juntaron miles de firmas y se organizaron dos manifestaciones masivas frente al Palacio Legislativo; el público respondió muy favorablemente, al igual que gran parte de los medios de comunicación.
En el Congreso colaboré con los diputados Vilma Baragiola y Juan Acuña Kunz, y los senadores Haydeé Giri, Isabel Viudez y Carlos Rossi. Más de 23 proyectos que, de una u otra forma, abordaban la problemática de la obesidad fueron unificados en un único dictamen que recibió finalmente, el 13 de agosto, la sanción por unanimidad en el Senado.
Lo que se logró
Esta ley incluye entre otras medidas:
Cobertura del tratamiento integral de la obesidad y los desórdenes de la alimentación, anorexia y bulimia nerviosa, en todo el sistema de salud, incluidas la obras sociales y prepagas.
La obligación del Estado de impulsar campañas de información en materia de alimentación y salud, educación alimentaria, una (débil) regulación de la alimentación que se ofrece en las escuelas, y el desarrollo de estándares que garanticen la calidad nutricional en los planes alimentarios nacionales.
En materia de publicidad, además, no se podrá utilizar la extrema delgadez como símbolo de salud y belleza, y se prohíbe la participación de menores de 21 años en los avisos de productos para bajar de peso, así como la publicación de dietas o métodos para adelgazar que no tengan el aval de un médico o nutricionista.
Lo que falta
¿El fin de una larga lucha? Más bien un punto de inflexión, pues todavía hay mucho camino por recorrer en materia de prevención y, por esta razón, desde el Instituto Argentino de Nutrición proponemos sumar al debate medidas implementadas por otras naciones y recomendadas por organismos internacionales.
La obesidad no es sólo una cuestión de individuos sino de gobiernos, industrias, consumidores y otras organizaciones civiles. Juntos, debemos avanzar en la transformación de aquellos aspectos del entorno obesogénico.
Para ello, los distintos actores deberán asumir el rol que les corresponde en la lucha contra esta epidemia del siglo XXI:
El Estado debe asegurar los medios para garantizar la salud y la buena alimentación de las personas, estableciendo junto con la industria alimentaria estándares que garanticen la calidad nutricional de los alimentos. Una forma de lograrlo, implementada por algunos estados en EE.UU. y en naciones europeas, es a través de un régimen de incentivos y cargas impositivas para estimular la producción y disponibilidad de una alimentación saludables. También deberá velar por la educación nutricional y la alimentación en las escuelas, y regular o prohibir el marketing dirigido a niños menores de 12 años de alimentos con alto contenido de grasas y azúcares.
Los municipios deberán planificar medidas de diseño urbano tendientes a promover un mayor nivel de actividad física; por ejemplo, a través de la construcción de bicisendas y espacios amigables y seguros para fomentar el movimiento.
La industria alimentaria deberá trabajar para ofrecer una mayor oferta de productos saludables y modificar las porciones de sus productos, así como avanzar hacia una política de información y etiquetado fácilmente comprensible para el consumidor.
La industria farmacéutica deberá implementar mecanismos que desalienten e impidan la “polifarmacia” y el uso indiscriminado de drogas inútiles y o perjudiciales, y seguir investigando nuevas drogas seguras y efectivas.
Las asociaciones médicas vinculadas al tema, fundamentales en la lucha contra otras enfermedades, deberán abandonar sectarismos y adoptar un diálogo multidisciplinario productivo y democrático.